Por Héctor Ricardo Olivera [email protected]
Para quien se informa de la marcha de la Política y redacta alguna opinión al respecto hay temas de sobra.
De todas formas, hoy habré de ser autorreferencial refugiado en mi condición de adulto mayor, (elegante forma de decir viejo), para expresar mis sentimientos alimentados por la basura mediocre que estamos viviendo como sociedad.
Casi diría que escribo solo para mí…
Desde los 16 años comencé a frecuentar el Comité de la UCR donde encontré calidades humanas, ideas atractivas y esperanzas de futuro.
Allí conocí a Raúl Alfonsín que ya era la figura más destacada del valioso grupo de dirigentes que lo rodeaban.
Esa relación se extendió y así fue que anduve con él en tiempos en que “regalado era caro”.
Puedo contar que a la vuelta de un viaje proselitista de unos 500 km. me dijo “buen acto Cabezón”.
“Muy bueno, Doctor”, asentí.
En verdad el tal acto había sido en un garaje y contándolo a él y a mí éramos 21.
De estas puedo contar un montón.
Pero el núcleo de esta nota es más cercano.
En su primer visita no oficial a Chascomús uno de sus hijos, Raulo, el mayor, vino a casa al mediodía para decirme que su padre quería hablar con migo.
Fui a la casa donde almorzaba con algunos cuantos amigos y allí me propuso hacerme cargo de algunas tareas en la Embajada en Canadá.
Me costó recuperarme de la sorpresa y en medio de los saludos de los presentes almorcé y volví a casa para contarle a Mirta y los chicos la novedad.
Finalmente elegí el camino de la militancia activa y deseché la oferta.
Es aquí donde la situación de hace 40 años confluye con el presente.
La primera vez que concurrí a la Casa Rosada fue para agradecerle a Raúl su oferta y decirle que prefería quedarme acá.
Llegué con anticipación a la hora indicada y compartí un rato con Guillermo, su hermano, que oficiaba de secretario privado.
Tres personas salieron del despacho presidencial y al instante fue el mismo Presidente de la República el que abrió la puerta y pegó el grito: “Cabezón, vení”
Pasé la puerta emocionado y ante de sentarnos quedamos frente a frente.
“Quiero decirle algo, Raúl. Hemos hecho cumbre en el Everest de la Política Argentina”
Abrimos los brazos juntos y nos estrechamos en un abrazo interminable.
Cosas de otros tiempos.
Emociones de otras épocas.
Pasiones que el WhatsApp ha anulado.
Zonceras que a los viejos nos alientan sentirnos vivos y fuertes en la esperanza de que el kirchnerismo sea una vergüenza más que dejemos definitivamente atrás.
La idea de arriesgar a parecer ridículo escribiendo estas cosas nace de la macabra escena mostrada por el desagradable ex Presidente de la República que usó el despacho presidencial como si fuera la habitación de un telo.
No hacía falta más para saber que es un tarado.
Pero tiene la capacidad desagradable de superarse a sí mismo.
Un tipo que le pega a una mujer es una porquería.
Y si es Presidente de la República la calificación se multiplica al infinito.
En su bajeza no está solo.
Porque lo puso ahí la viuda de Kirchner, Jefa de la banda que hizo de la corrupción una pandemia.
Me resisto a abandonar el camino de la esperanza.
Hay mucho que limpiar, hay mucha basura que barrer, pero la vida nos exige que cumplamos con la parte que nos toque para que podamos torcer el rumbo.
Este tipo, Alberto Fernández, no irá preso por la benignidad de las leyes argentinas.
Todos, entonces, deberemos transformarnos en carceleros para que no pueda ir ni al kiosco de la esquina.
Ese Servicio penitenciario Popular deberá estar atento para que ninguno de los que larga la Justicia o demore en sus sanciones puedan caminar como cualquiera por las calles de la Patria.
Nuestros nietos serán los beneficiarios si nosotros somos capaces de no repetir tantas equivocaciones.